¡HOLA!- RELATO CORTO

Esta pequeña historia nunca ha sido publicada con anterioridad. La escribí hace algún tiempo, con pensamientos de compartirla en mis redes sociales, y sólo la copié a una nota de mi página oficial de facebook. Espero que os guste  o que os divierta, al menos.

¡Hola!

No me gustan los niños, ésa es la verdad. Nunca me han gustado. Por eso, cuando mi esposa se quedó embarazada, a pesar de todo el cuidado que pusimos, no reaccioné de la manera que ella esperaba. Y aquello resultó  nuestro declive como pareja. 
La llegada de nuestra hija fue como una gran calamidad. No estaba preparado. Pero ¿Hay alguien que lo esté ?¿Habrá algún hombre en este mundo que, al tener un hijo, no sienta un enorme peso sobre los hombros?¿Realmente se está listo para semejante responsabilidad? Una criatura que depende totalmente de ti, de tu trabajo, de tu salud, de tus ganas. 
Y, para colmo de males, la niña estaba siempre llorando. Se pasaba la noche en brazos, sin dejarnos dormir ni un minuto. Durante el día era aún peor. No nos daba tregua. Así que su madre y yo, cansados y sin pegar ojo durante meses, nos pasábamos la vida discutiendo, meciendo, alimentando y cambiando pañales.
En el trabajo no rendía. Parecía un zombi. Tenía miedo de que me despidieran, y con razón. 
Pasaron los meses y nuestra desesperación iba en aumento. Ya ni siquiera nos sentíamos atraídos como amantes; las discusiones por culpa de la niña había acabado con nuestra relación de pareja. Aquello tenía que acabar.
No encontré ningún motivo real en continuar con esa falsa. Sabía que, el resto de nuestras vidas, ella me echaría en cara que la dejé sola con aquel bebé, que las abandoné cuando más falta les hacía. Pero no lo pensé demasiado. Soy egoísta, lo confieso. Pero era eso o tirarme por la ventana. Así que, por mi propia salud mental, un día hice la maleta, y me largué. 
No tardé en encontrar un pequeño estudio en alquiler. Estaba en buena zona, cerca del puerto deportivo. Se situaba en una urbanización de lujo, con piscina, pista de tenis y zonas verdes. No podía creer la suerte que había tenido en encontrar aquel chollo, en plena temporada turística, y por un precio tan económico. El tipo de la inmobiliaria parecía desesperado por encasquetarlo, ni me pidió fianza siquiera, lo cual me pareció extraño. Pero no quise darle muchas vueltas. La suerte me había sonreído, y ya estaba. 
Más feliz que una perdiz, me dirigí al apartamento. La comunidad era más bonita de lo que había supuesto. Muchas palmeras, césped, suelos de mármol. Mucha ostentación de alto standing. Me sorprendió no ver a nadie bañándose en la enorme piscina. Con el calor que hacía aquel verano, apetecía mucho estar en remojo. Quizá acababan de echarle el cloro al agua, o un producto de esos. No tengo ni idea de piscinas, obviamente. 
En el ascensor me encontré con un vecino. Era un hombre agradable, aunque algo peculiar. Tenía la piel muy blanca, y unas ojeras moradas que le llegaban hasta los mofletes. Tenía pinta de  enfermo, pero no le pregunté si lo estaba. Me parecía una enorme falta de educación, dado que apenas lo conocía. 
Resultó que vivía justo al lado de mi piso alquilado, y me dijo que el señor de la inmobiliaria le había dado la copia de las llaves de la pista de tenis y del garaje, para que me las entregara. Así que, cuando entré en mi estudio, dejé la puerta abierta, para que mi vecino pudiera pasar  sin llamar cuando las encontrara.
Allí estaba, en mi nuevo hogar. 
Dejé la maleta sobre la mesa. El armario para la ropa estaba ahí mismo. Es lo que tienen esa clase de viviendas. En una sola habitación, tienes que meter toda tu vida. Te obliga a simplificar, está claro, y  tener sólo lo imprescindible. Pero estaba solo, y realmente no tenía apenas nada. 
Deshaciendo el escueto equipaje estaba cuando, desde el pasillo, oí una voz. Era una voz de niño, tierna e infantil, que me saludaba. 

- ¡Hola!

Miré hacia  la puerta abierta. Allí estaba, asomando tímidamente su pequeña carita por el dintel. Tendría unos cuatro años. Piel blanca, mofletes sonrosados y mirada clara. Llamaban la atención los tirabuzones rubios sobre la frente y los hombros. Un niño precioso, de esos típicos modelos que usan en los  anuncios de pañales. En seguida me pregunté cómo sería su madre, si el  chaval habría heredado de ella su belleza. 
Le sonreí y le contesté con el mismo saludo. Y continué con mi maleta, absorto en mis pensamientos, con una camisa arrugada entre las manos. 
Volví a oír al pequeño.

- ¡Hola!

Lo miré. Pero esta vez no estaba en el mismo dintel, sino en el otro. ¿Cómo había pasado delante de la puerta sin que lo viera? Era rápido el crío. Y quería llamar mi atención, evidentemente. Volví a contestarle, preguntándome dónde estaría la madre del niño tan pesado. Andaría por el pasillo comunitario, cotilleando con alguna maruja, supuse. 
Y mi nuevo vecino, el rarito, que no me traía las llaves. ¿Tan pequeñas eran que no las encontraba? Le regalaría unas gafas. 
Volví a mi quehacer. Menudo disgusto cuando me di cuenta de que había olvidado la máquina de afeitar. Revolví la maleta para ver si estaba en el fondo, pero nada. Tendría que comprar una nueva. 
Y de nuevo aquel niño volvió a hablarme.

- ¡Hola!

Armándome de paciencia, miré de nuevo hacia  la puerta. Pero aquel rostro ya no me miraba desde el dintel derecho o izquierdo, no. Ahora estaba allí arriba, asomado boca abajo, como si estuviera colgado del techo.
Emití un grito sin pretenderlo. Y pareció que a aquel extraño niño le hizo mucha gracia, porque sonrió. Y su boca, mucho más grande de lo normal, llegándole casi hasta las orejas, estaba repleta de enormes dientes afilados.
Desconozco qué extraño impulso me hizo dirigirme hacia él; sólo sé que, sin darme cuenta y mirando aquella siniestra y monstruosa sonrisa, me encontré atravesando la puerta del apartamento.
Allí, en el techo, estaba aquella criatura. La gravedad no parecía afectarle. Flotaba. Daba la sensación de que estuviera dentro del agua. No era un niño; sólo su cabeza lo parecía. El cuerpo, si es que podía llamarse así, resultó ser  una enorme bola de carne rosada, brillante, como envuelta en gelatina, de la cual salían miles de tentáculos  que se movían de un lado a otro. Y, del centro de aquella informe masa asquerosa, emergía el larguísimo cuello, como una serpiente enroscada,  acabado en aquella cabeza infantil tan hermosa y a la vez tan terrible.
Aquel horrendo monstruo salió volando, riéndose de mi estupor. Lo seguí con la mirada, sin creer todavía lo que estaba viendo con mis propios ojos, hasta que dobló la esquina del pasillo de la comunidad. Pude oír aquella malévola risa infantil hasta unos segundos más tarde, cada vez más tenue, como si la criatura se estuviera alejando de allí. 
Temblando de pánico, y con la sangre helada por lo que acababa de presenciar, cerré la puerta lentamente. Me dirigí de nuevo a la mesa y, cogiendo el teléfono móvil con ambas manos, hice un enorme esfuerzo para marcar el número de mi esposa.
Desde el otro lado, ella me contestó. Y, con un hilo de voz, le rogué.

- Cariño, por favor, quiero volver a casa.

Gracia Muñoz.

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