Un velo de bruma salobre cubría el puerto de Cartagena. No era una niebla cualquiera, sino un manto espeso, con olor a muerte y a salitre. Aquella mañana, un navío atracó sin hacer ruido, como un fantasma que se desliza sobre las aguas. A bordo, no traía sedas ni especias, sino una única carga: un ataúd de madera negra, tallada con runas extrañas que parecían retorcerse bajo la luz mortecina del sol.
Nadie en el puerto se atrevió a reclamarlo. El silencio que rodeaba el féretro era tan pesado como el miedo que se iba apoderando de los estibadores. Días después, un hombre pálido y elegante, con acento eslavo, se presentó. Su mirada era fría como la luna de invierno. Dijo que venía de una tierra lejana y que el ataúd era su única posesión, el último recuerdo de un ser querido.
El ataúd fue cargado en un viejo camión y el viaje comenzó. No lo transportaba una persona, sino una maldición. A cada parada que hacía el camión, las sombras se alargaban, y el aire se volvía frío. Los habitantes de Alhama de Murcia, Santillana del Mar, Borox y Almería contaron historias que helaban la sangre: muertes inexplicables, niños que desaparecían en la noche y un susurro gélido que recorría las calles, anunciando la llegada de una desgracia.
Se decía que el ataúd, al llegar a cada pueblo, se abría solo y su interior revelaba una oscuridad más profunda que la noche sin estrellas. El miedo se apoderó de las gentes, que se encerraban en sus casas al anochecer, rezando para que el cortejo de la muerte pasara de largo. Los más valientes que osaron mirar, juraban haber visto en las sombras una silueta esbelta y espectral, con unos ojos que brillaban en la oscuridad.
El destino final era un pequeño pueblo de Galicia. Pero, cuando el camión llegó, el misterioso hombre ya no estaba. Había desaparecido, como un soplo de viento en la noche. Sin nadie que lo reclamara, el camión y su carga volvieron a desandar el camino, repitiendo la misma ruta y, por ende, la misma estela de terror. A cada pueblo que pasaba de nuevo, las muertes y las desgracias se multiplicaban.
El horror no cesó hasta que el camión regresó a Cartagena, su punto de partida. Un hombre serbio, de linaje aristocrático, se hizo cargo del ataúd. Este hombre, que se alojó en una posada a las afueras de la ciudad, vivía en la oscuridad, saliendo solo de noche. Su piel era tan pálida como el mármol, y sus ojos tenían un brillo antinatural. La verdad, aunque aterradora, era obvia: el ataúd no contenía un cadáver, sino una presencia maligna.
La leyenda cuenta que el vampiro y su sirviente finalmente encontraron reposo en un cementerio de la ciudad. En la lápida, en vez de epitafio, hay una sola marca grabada: la silueta de un murciélago, el único testigo de una historia que aterrorizó a media España y que, aún hoy, hace que algunos se persignen al pasar por ciertos lugares.
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